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Azotan las pestes
Sufrió León en la década de 1830 varias epidemias que diezmaron a la población.
En 1833 cayó sobre la ciudad el Cólera Morbus. Hombres, mujeres, niños y ancianos morían en la calles, plazas y casas… la rapidez con que cundió la enfermedad en muchos casos hizo imposible que se administraran los últimos sacramentos a las víctimas, que eran enterradas en fosas comunes.
"Grande fue –dice don Sóstenes Lira- el número de víctimas que hizo el cólera en esta ciudad, y para sepultar a los epidemiados se abrían largos fosos en los que eran colocados uno sobre otro, separados solo por una ligera capa de tierra".
Por entonces se acababa de inaugurar el panteón de San Nicolás, en los terrenos de la hacienda del mismo nombre y frente a donde hoy se encuentra el Cementerio Municipal San Nicolás. El terreno había sido donado por don Francisco Urteaga, alcalde constitucional de la ciudad, cuyo cadáver –irónicamente- fue el primero en ser enterrado allí, víctima de la peste.
La hacienda de San Nicolás abarcaba toda la zona del actual panteón del mismo nombre, además de lo que hoy son las colonias León Moderno y Andrade hasta la Calzada de los Héroes.
En septiembre de 1836 cundió una epidemia de Sarampión que ocasionó ciento cincuenta y tres muertos. Luego, al año siguiente llegó la Viruela, pero las autoridades obtuvieron a tiempo la vacuna que se administró de brazo a brazo.
El 10 de abril de 1839, el prefecto de la ciudad, don Julián de Obregón, fue informado que en Oaxaca causaba verdadero horror y devastación un nuevo brote de Viruela. Don Julián ordenó traer a León, de la capital, la vacuna necesaria que se aplicó con verdadera prontitud y eficacia.
De los setenta y cinco mil habitantes, dieciséis mil recibieron la vacuna, aunque para  junio ya había poco más de cuatro mil infectados, los cuales fueron atendidos a expensas del Coronel Obregón, pues no llegaron oportunamente los recursos oficiales para el efecto.
Para octubre habían muerto ochocientos nueve niños.
Lejos estaban entonces los leoneses de imaginar que en 1850 una nueva epidemia de cólera, peor que la anterior, habría de abatirse sobre la ciudad, pero que cesó de repente… mucha gente aseguró que la remisión de la peste, casi de un día para el otro, se debió a que en agosto de ese año, el virtuosos párroco don José Ignacio Aguado, también conocido como "el padre aguadito", en unión con el ilustre ayuntamiento, hizo en nombre de esta población un voto perpetuo de solemnizar anualmente los tres días que preceden a la Asunción de María, cantando públicamente las "Letanías Lauretanas".
En 1835 se estableció el alumbrado público, que necesariamente tuvo que limitarse a la plaza principal y calles inmediatas a ella. Este alumbrado se realizaba mediante farolas que colgaban a media calle y que utilizaban como combustible pajuelas de azufre, las cuales fueron sustituidas luego por grasa, más adelante por petróleo, después por queroseno y finalmente por gasolina. Para 1872 este sistema contaba ya con doscientas setenta y un farolas, ciento diecinueve de las cuales se  concentraban en la plaza principal y las plazuelas del Coecillo y San Miguel, lugares hasta donde llegaba el servicio que estaba a cargo de un comandante, tres ayudantes, dos celadores y cuarenta y cinco serenos.
En 1835 se estableció el alumbrado público, aunque se limitó a la plaza principal y calles inmediatas a ella.
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