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El novenero

En el siglo antepasado, a eso del mediodía, las calles de León lucían casi desiertas… con los dedos de la mano se podían contar los transeúntes y desde lejos se podían escuchar los cascos de los caballos que se acercaban. Todas las casas lucían sus puertas abiertas y al pasar por ellas era fácil escuchar el trinar de las aves que adornaban los zaguanes en sus jaulas.
“Nada tenía, pues, de extraño que un sujeto que salía un poco de lo normal atrajera la atención de los vecinos –Nos cuenta don Toribio Esquivel Obregón-, era un hombre de la clase del pueblo, bajo de cuerpo, enjuto, como de unos cuarenta o cincuenta años que con un cajón a cuestas suspendido al hombro por una correa recorría aquellas calles precisamente en las horas más calurosas del día, y caminando invariablemente por en medio del arroyo, gritaba su mercancía: ¡Novena de San Judas Tadeo, Novena de Santa Rita de Casia, Novena de San Pascual Bailón!”
Era “el novenero”, que vendía libritos y hojas con novenas, triduos, oraciones y estampitas milagrosas. Los gritos de aquel hombre anunciaban la utilidad de cada uno de sus productos: San Antonio para conseguir novio; Santa Elena para impedir que el marido se marche; La oración de Caramanchel garantizada para alejar acreedores; San Daniel para la mala racha económica; San Dimas para encontrar cosas perdidas; San Cristóbal orientaba al viajero perdido; Santa Inés libraba de tentaciones a quien le oraba; San Miguel Arcángel ayudaba a vencer malos espíritus; Nuestra Señora de Loreto concedía casa propia al rezarle el 10 de cada mes; San Cayetano para que no faltara alimento; San Luis quitaba el mal de ojo; San Ramón no nato para evitar los dolores de parto, etcétera, etcétera.

En el siglo antepasado, a eso del mediodía, las calles de León lucían casi desiertas…

“Pero lo más particular era que detrás de aquel sujeto caminaba silencioso e invariablemente a la misma distancia de dos o tres pasos, otro hombre que parecía su sombra –Continua don Toribio-. Y todavía la situación se hacía más intrigante porque el novenero no daba importancia alguna a ser seguido, y cuando se detenía a atender a algún comprador, su sombra se detenía midiendo distancia, sin tomar parte alguna en el arreglo”.
Resulta que aquella sombra de aspecto solemne era un sacerdote; de hecho el primero que recibió las órdenes sagradas en el seminario fundado por el obispo Sollano. Desgraciadamente había perdido la razón, y al no tener bienes ni familia, habría muerto de hambre y frío de no ser por el noble novenero que lo acogió en su humilde casa y compartía con él sus magras ganancias. Lo alimentaba, bañaba, rasuraba y vestía mejor que a él mismo, con la propiedad que exigía la dignidad sacerdotal.
“Y el loco aquel que jamás tuvo un arrebato de furia o un impulso de desviarse de la costumbre adoptada, seguía al novenero por la calles y plazas, guardando con él respetuosa distancia como que era para el pobre padre la representación en este mundo de la providencia” –Finaliza dos Toribio.
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