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Encuerados
frente a Catedral

El domingo 9 de mayo de 1915 sólo asistieron hombres a misa de doce en Catedral… ni una mujer. Extrañado, don Emeterio Valverde y Téllez, sexto obispo de León, preguntó a los feligreses por qué no habían traído a sus esposas e hijas.
Asómese a la calle, le respondieron. Don Emeterio cruzó el largo pasillo entre las bancas y salió al atrio. Sus ojos no daban crédito: completamente encuerados y amarrados a los postes de la luz y llorando, encontró a cuatro hombres adultos.
¡Con razón ninguna mujer se atrevía a circular por la calle ni entrar a misa!
Sucede que muy temprano ese mismo día, don Hipólito García fue a abrir su tienda de mantas y géneros. Apenas giró la llave de la puerta cuando fue empujado desde dentro por cuatro maleantes a los cuales había sorprendido “in fraganti”. Pero la tienda de don Polito, como le decían al señor, se encontraba casi frente a la Casa de las Monas, cuartel de Pancho Villa.
Al grito de ¡Agárrenlos que son rateros!, los cuatro maleantes pronto se vieron rodeados por las tropas de mi general, armándose tremenda trifulca.
Descalzo y sólo con unos pantalones, el Centauro del Norte salió al balcón central de su cuartel, lanzando un disparo al aire hizo que todos se callaran y preguntó qué chingados estaba pasando. Le explicaron que habían atrapado a unos rateros que intentaban escapar.

El domingo 9 de mayo de 1915 sólo asistieron hombres a misa de doce en Catedral…

Cuando los bandidos escucharon que villa ordenó: ¡Súbanlos a mi despacho!, los pobres infelices comenzaron a temblar… uno se orinó en los pantalones, pues era bien sabido que el general Villa mandaba fusilar a quien fuera por faltas menores a aquella que habían cometido.
En cuanto entraron al cuarto de don Pancho, los cuatro rateros se hincaron, juntaron sus manos en actitud de oración y en tonos lastimeros pidieron clemencia, jurando no volver a delinquir. Por si fuera poco le prometieron enlistarse en su tropa para pelear contra Obregón, que por entonces ya tenía su cuartel en Santa Ana del Conde.
¿Qué se robaron? Pregunto el general. En realidad nada, le contestó don Hipólito, pues salieron huyendo en cuanto me vieron entrar a la tienda.
Cosa rara en él, Villa había despertado de buen humor después de pasar una noche retozando con una de sus novias leonesas, así que no los mandaría fusilar como era su costumbre; en cambio ordenó que los desnudaran por completo, los ataran a una soga y los hicieran dar vueltas a la Plaza Principal.
Cuando el “verdugo” se cansó de pasearlos por el jardín ante el horror de los transeúntes y comerciantes, terminó amarrándolos frente a Catedral.
No pasó mucho tiempo antes de que el señor obispo enviara un mensaje a Villa suplicándole que diera por terminado aquel denigrante espectáculo.
Los cuatro rateros fueron desatados, vestidos y enviados a la línea de fuego en la estación de La Trinidad. Se desconoce que sucedió con ellos.
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