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La Cruz Roja en León
La Cruz Roja leonesa nació el 13 de junio de 1913, siendo los iniciadores del proyecto don Vicente González del Castillo y el señor Francisco G. Plata. Su primer hospital estuvo en la calle Julián de Obregón, luego cambió de sede varias veces. En los cuarenta se encontraba en el monasterio franciscano en plena Plaza Principal, hasta que en 1951 fue inaugurado su propio edificio en la calle de 20 de enero, casi esquina con Morelos (hoy López Mateos) en el centro de la ciudad.
Desde entonces sólo ha cerrado sus puertas durante unos cuantos minutos… Sucedió el 2 de enero de 1946, después de que el ejército disparara contra la población frente a Palacio Municipal. Esa noche don José Pons Ponce, quien dirigía la institución, se vio forzado a echar llave a la puerta para salvar la vida a más de trescientos leoneses heridos que se encontraban dentro y que los soldados pretendían rematar.
"Fuera de esos pocos minutos, las puertas de la Cruz Roja leonesa siempre han estado abiertas –afirmaba en una entrevista don Rodolfo Vieyra, quien fuera presidente del Consejo Directivo de la benemérita institución en 2008-. De hecho somos la segunda delegación más antigua en la República Mexicana, después de Aguascalientes".
Durante la revolución, una sede de la Cruz Roja estuvo en las casas cuatas, primera cuadra de la Avenida Madero.
En ese edificio dieron auxilio a los necesitados durante 57 años, hasta 2008, que inauguraron su nuevo edificio en la colonia León I gracias a la ayuda de muchas personas e instituciones, incluidos los tres niveles de gobierno.
Como ya contamos en un artículo anterior, durante la ocupación de Pancho Villa a León, una de las sedes de la Cruz Roja se ubicó en la residencia de don Diódoro Valdivia, frente al templo del Inmaculado. Donde sucedió un divertido hecho que nos narra don Timoteo Lozano: "Un grupo de soldados, casi todos con lesiones de gravedad, llegó a la casa mencionada (…) entre ellos un sargento al parecer herido en la cabeza que cubría un pañuelo ensangrentado. Pesimistas los médicos ordenaron fuera conducido a la mesa de operaciones mientras atendían a quienes estaban en condiciones menos desesperadas.
Los camilleros trasladaron al herido seguros de que si no había muerto aún, el deceso ocurriría en cualquier momento, colocándolo por mera fórmula sobre una de las mesas, procediendo a quitarle la guerrera y los pantalones, así como las botas, sin que el sargento diera muestras de alentar todavía, no obstante que al desnudarlo lo habían zarandeado sin mayores consideraciones, todo lo que acabó de convencerlos de que el hombre aquel, frío y sin reacción alguna, había dejado de padecer, comunicándolo así a los médicos, agregando que tan estaba muerto que al abrirle un párpado le vieron el ojo ido. La orden de llevarlo a la plancha fue inmediata, pues además era necesaria la mesa que ocupaba para operar a muchos otros heridos que no cesaban de llegar.
Los camilleros trasladaron al herido seguros de que si no había muerto aún, el deceso ocurriría en cualquier momento, colocándolo por mera fórmula sobre una de las mesas, procediendo a quitarle la guerrera y los pantalones, así como las botas, sin que el sargento diera muestras de alentar todavía, no obstante que al desnudarlo lo habían zarandeado sin mayores consideraciones, todo lo que acabó de convencerlos de que el hombre aquel, frío y sin reacción alguna, había dejado de padecer, comunicándolo así a los médicos, agregando que tan estaba muerto que al abrirle un párpado le vieron el ojo ido. La orden de llevarlo a la plancha fue inmediata, pues además era necesaria la mesa que ocupaba para operar a muchos otros heridos que no cesaban de llegar.
En la década del cuarenta, el hospital de la benemérita institución se alojó en el Convento Franciscano, pocos años antes de que lo derribaran.
Cumplida la orden y anotada la baja, así como las disposiciones para que las autoridades se encargaran de llevar el cadáver a la fosa común (…) las tareas continuaron a su ritmo acostumbrado (…)
Había sonado la primera llamada (en los templos de) Los Ángeles y El Inmaculado, ya declinando la tarde, cuando uno de los camilleros fue enviado a la plancha con la ropa del muerto, que debería ser llevado al cementerio en cuanto llegara "la medida", cajón sin tapa que era utilizado para el acarreo de los cadáveres (…) pero ocurrió que el sargento muerto se había puesto de pie, y justo en el momento que el camillero entraba, el supuesto fenecido daba algunos pasos, tiritando, con rumbo a la puerta de salida. Al verlo, el hombre de la camilla sintió que el pelo se le erizaba y dando media vuelta emprendió desaforada carrera mientras gritaba: ¡El muerto!, lo que provocó que el herido volviera azorado la cara y emprendiera a su vez la carrera gritando en igual forma y también espantado creyendo que era perseguido, correteándose así por los corredores y sembrando el terror por toda la casa, hasta que agotado el sargento cayó medio desvanecido para que al fin fuera atendido por los médicos que en esa hora se encontraban de servicio, y el camillero aplacara el susto con buenos tragos de tequila que algún compañero había provisto para esta clase de emergencias, y que le brindó amable y generosamente".
Casa de don Diódoro Valdivia, que funcionó como sede improvisada de la Cruz Roja durante la revolución.
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