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Los domingos leoneses

Por la década de 1880 los domingos leoneses derrochaban una natural algarabía: después de ir a misa, comer en familia -y antes de disfrutar de la serenata en el quiosco del Jardín Principal- a eso de las cuatro de la tarde, era obligatorio concurrir a la audición musical en La Calzada de los Héroes, a cargo de la banda del segundo regimiento, entonces de guarnición en León.
 
Por el enladrillado central del paseo se colocaban los músicos y por los lados transitaba la gente de nivel social medio y humilde. Los carruajes de los más pudientes tenían su sitio y tránsito por los carriles laterales.
 
Allí se saludaban las familias unas a otras: Los Santa Coloma en su berlina tirada por yeguas prietas; don Archibaldo Guedea y familia en carretela con tronco alazán tostado; don Pancho Ederra, como siempre, en su victoria con tordillos palomos; los Hörner, en su berlina tirada por mulas texanas; los Boleaga, con aquellos grandes prietos colipuercos muy braceadores, etcétera, etcétera…
 
“Mientras la música tocaba –Nos cuenta don Federico Pöhls en sus Memorias- , todos los coches se estacionaban convenientemente, para que los ocupantes disfrutaran de la selección ejecutada, y en los intermedios, entre una y otra pieza, los carruajes daban vueltas por toda la calzada (aún no existía el arco), tomando su lugar nuevamente en tiempo oportuno para seguir escuchando”.

Así lucía la calzada a principios del siglo XX.

Un domingo como cualquier otro, llegó por la calle Real de Guanajuato (hoy Madero) don Ángel Bustamante; personaje del que ya hemos platicado en abundancia… un mercader muy rico que lo que tenía de pillo, lo tenía de enamorado. Llegó en su buggy blanco (que hoy vendría siendo un auto deportivo descapotable) tirado por un robusto y brillante alazán; repartiendo saludos, sonrisas y piropos a cuanta mujer se le atravesara.
 
Frente a la Quinta Elvira, sentada en un banco entre los rosales, don Ángel descubrió sin compañía a la rubia Anita Heyser. Sin perder tiempo se apeó del buggy y con cantarina voz saludó a la adolescente para luego tomar su mano y besarla quitándose el sombrero.
 
Todo mundo, menos él, se dio cuenta que del otro lado de la calzada lo veía doña Josefa Acosta de Bustamante, su alta, gorda, temible y celosa esposa.
 
Acostumbrados a los pleitos que armaba en público aquella pareja, la muchedumbre se sorprendió cuando doña Pepa guardó la compostura y discretamente le ordenó a su chofer que con cuidado fuera a quitar el perno que unía el caballo al coche de su esposo.
 
Después de cumplir la orden de su patrona, el chofer llamó la atención de don Ángel  y escondido entre los arbustos le “advirtió” que tuviera cuidado, que su esposa estaba cerca.
 
Sin dilación el veterano galán salió corriendo, saltó a su coche y dio un fuetazo al alazán… acto seguido don Ángel, haciendo honor a su nombre, salió volando detrás del caballo con las riendas aún en las manos; aterrizando su grande cuerpo en el polvoso camino de la calzada mientras la banda comenzaba a tocar un alegre pasodoble.
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